miércoles, 17 de marzo de 2010

el creador del disco duro

Desde su primera publicación en imprenta en 1482, los Elementos de Euclides se han reeditado más de mil veces. Este dato da buena cuenta de la importancia que, hasta hace muy poco, tuvo el orden que este señor trajo a las cabezas. Y digo hasta hace muy poco porque, salvo noticia de última hora, el estudio de sus trabajos se ha eliminado de la educación. De nuevo, los que mandan en este cotarro han sabido atacar la línea de flotación: Euclides nos proporciona el disco duro del cerebro, nos enseña a aprender. Por eso los planes de estudio de ahora lo ocultan. Necesitan cabezas que no procesen. Y lo han conseguido.

¿Qué se sabe de la vida de Euclides? ¿Quién era Euclides? La verdad es que poco sabemos de él. Un historiador griego llamado Proclo nos reveló algunos datos al respecto en sus comentarios, y según éstos sabemos que Euclides vivió en Alejandría, se cree que en torno al 300 a.C, donde fundó una escuela de matemáticas; tampoco se descarta que hubiera estudiado en la Academia de Platón. Durante un tiempo, los renacentistas los confundieron con otro Euclides, éste filósofo, pero hoy sabemos que este dato es falso.

Sin embargo, no es necesario ocuparse de su vida privada, de lo que Euclides prefería en la mesa o de sus gustos a la hora de vestir, sino de su obra: los Elementos, trece libros que contienen 465 proposiciones, todas verdaderas, que han resistido el paso del tiempo durante 2300 años. Sobre esta obra se subió Arquímedes, otro pieza de cuidado, para enunciar teorías que aún asombran. Sobre ambos se subió Newton, que tampoco se quedaba atrás, para explicarnos cómo funciona esto de los planetas y por qué diablos la Tierra no se va derechita para el Sol como adolescente tras vídeo-consola. Y, sobre todos ellos, Einstein, que puso la casa patas arriba y abrió las cabezas aún pensantes.

Euclides, a lo que vamos, no se limitó a enunciar teorías matemáticas. Los griegos necesitaban algo más que el enunciado de una teoría y su aceptación “porque sí”, como sí habían hecho los egipcios o los babilonios, civilizaciones en las que las matemáticas ya habían experimentado su primer desarrollo. Los griegos necesitaban una DEMOSTRACIÓN. Y es a lo que se pone a Euclides. Primero enuncia una serie de axiomas, es decir, de verdades evidentes, como el hecho de que todos los ángulos rectos son iguales o que por dos puntos del plano sólo puede pasar una recta. Él los llama Postulados. Muy bien. A partir de los Postulados, Euclides va demostrando, una a una, todas las proposiciones, 465.

Lo importante es el ejercicio de deducción, la lógica que impera en la sistematización de sus postulados. Todo es consecuencia de lo anterior, nada se deduce de lo que viene después, va paso a paso. Y a esto se debe quizá que Einstein dijera al respecto: “Es maravilloso que un hombre sea capaz de alcanzar tal grado de certeza y pureza haciendo uso exclusivo de su pensamiento”. Bertrand Russell fue más allá al afirmar que “la lectura de Euclides a los 11 años fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor”. Sin llegar a ello, sí parece claro, tal y como los mismos griegos habían detectado, que el aprendizaje de la matemática ordena la cabeza y enseña a aprender. Cualquier cosa.

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